jueves, 2 de julio de 2009

Edades del filósofo


Hacer filosofía a los 20 años es para algunos desnudar al ser en su verdad, es cohabitar con la verdad bajo el resplandor de cada ocurrencia, es emocionarse con las polvaredas que levantan los torpes manotazos del pensar juvenil. Hacer filosofía a los 20 años es creer en la posibilidad de la verdad, es suponer que la primera verdad que se alcanza es ya la última y la definitiva. Los ánimos del joven llevan a la filosofía un ímpetu similar al del primer amor, y no es extraño ser apasionado y terco, dogmático y ciego a esa edad. Las páginas de Platón o de Marx, de Schopenhauer o de Nietzsche, de Bakunin o de cualquiera se levantan como quien le alza por primera vez la falda a una mujer. Toda lectura juvenil es erótica, porque el joven necesita entregarse; los pensamientos que descubre, los que descifra, los que grita son como las caricias incendiarias de una amante; diferentes del todo a las caricias maternales. La madre es la religión y sus caricias se han venido depositando en la conciencia hasta adormecerla: son esas pequeñas seguridades con las que nos arroparon la infancia. Los primeros pensamientos filosóficos, en cambio, son caricias sensuales que inquietan, que despiertan el deseo de posesión, un deseo carnal por el conocimiento, las ganas de revolcarse con la realidad hasta alcanzar su más profundo secreto, su misterio abierto para nosotros. A lo 20 años cualquiera se enamora incondicionalmente de una filosofía; cualquiera está dispuesto a morir por una verdad; cualquiera es amante de la sabiduría o, en una palabra, a los 20 años cualquiera es filósofo.
Pero pasa el tiempo y con ello se despejan los ánimos como se despeja el cielo cuando escampa; pasa el tiempo y vienen la convivencia, el deterioro y el hastío; los pensamientos dejan de emocionar, las páginas de los libros de filosofía se levantan sin estremecimiento; se descubre que aquellas ideas que provocaban orgasmos en el alma no son, en el fondo, ni tan originales ni tan luminosas: ésta es como aquella, aquella se opone a la otra y, por fin, un día, La Filosofía, La Verdad, se vuelve un secuencia de filosofías, un museo de verdades rotas; el primer amor se confunde con el segundo, con el tercero, con el cuarto: se pierde la cuenta de los amores, se pierde el amor, la amante se convierte en esposa, la admiración se hace costumbre, y la encendida e incendiaria vocación filosófica amanece transformada en medio de vida, en simple oficio para ganarse la vida.
El filósofo maduro filosofa como quien tiende durmientes, como quien construye una vía de ferrocarril: se vuelve profesor universitario y está obligado dar clases de lo que amaba: a convertir en papilla didáctica los más abstrusos pensamientos; a presentar un proyecto que justifique su salario, a elaborar una ruta crítica en la que diga: Ahora voy a pensar este tema, voy a comenzar por aquí, voy a continuar por allá y voy a llegar a esto en tantos meses… El filósofo maduro se vuelve un burócrata metódico que escucha con fatiga los pensamientos: sus propios pensamientos y los ajenos. Ya no tiene la necesidad de entregarse, ya no busca para entregarse, busca para dar clase y para cumplir con su proyecto de investigación semestral. La entrega a las ideas la considera una actitud pueril; ser incondicional de unas ideas significa sólo infantilismo filosófico. El filósofo maduro es suspicaz, es reticente, es escéptico; pero no escéptico porque dude, sino porque ya no ama lo suficiente: ya no daría la vida por una verdad. Sabe que hay demasiadas verdades en el mundo: una para cada día de la semana, una para cada día del mes; una verdad para cada estación del año. Sabe que la verdad es un repertorio de modas de temporada. Y, entonces, comienza la metamorfosis de fondo: el filósofo se transforma en profesor de filosofía, es decir, en erudito, es decir, en coleccionista. Si no hay verdad que valga la pena, tal vez el acopio de todas, ser un conocedor, sirva para justificar la vida. Ya no importa la verdad, sino lo que dijeron A, B, C, D, E, F, G…
Pero sigue pasando el tiempo, y pasa tanto que, por fin, el filósofo viejo descubre que todo el tiempo ha quedado a sus espaldas, que el tiempo yace acomodado en el librero, que el tiempo se convirtió en libros de filosofía, escritos o leídos; en ponencias de filosofía, en clases de filosofía, en pensamientos filosóficos y, al no quedarle ya más tiempo, el filósofo viejo se recarga en su obra como los padres se recargan en sus hijos, como los abuelos se recargan en su mecedora, como los árboles cansados se recargan en la tapia sobre la que apoyan sus ramas. Así se recarga el filósofo viejo en la filosofía y, entonces, ya no hay mucho que hacer: arrepentirse o entender, por fin, algo. Ser todavía como el insaciable doctor Fausto que al final del camino se dispone a vender su alma instruida al diablo para conseguir una segunda oportunidad, o ser como Juan Jacobo Casanova, el seductor veneciano, quien después de una vida, como casi todas, en la que no se logra consolidar nada, viejo, decrépito, impotente, con los recuerdos de la sífilis, pobre y acabado voltea desde el balcón de sus memorias y declara que de contar con otra vida haría lo mismo.
A los 20 años cualquiera es filósofo, a los 80 sólo algunos consiguen entender que la filosofía, o cualquier cosa a la que uno haya entregado la existencia, es el sentido. No es que tenga sentido, sino que fue el sentido: lo que nos mantuvo un cauce en medio del absurdo.

3 comentarios:

  1. Sin duda ese sentido parece ser al final una verdad más... por la que morimos a los 20 o a los 80..

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  2. Te leí por vez primera en las aulas de la Escuela Nacional Preparatoria 6. Hoy, a un palmo de obtener un título universitario de Licenciado en Derecho, encontré tres textos tuyos que yo mismo transcribí en mi computadora algunos años atrás (La risa en el abismo).
    Con solo 22 breves años a cuestas he llegado al punto de "encariñarme con mi sueño, tal como lo he hecho con mi vida" pegarme a la sien una bala calibre 22 (años) y decidido de que "he de morir de bala natural y no en mi cama rodeado de mis nietos".

    A mis veintes reflexiono, filósofo de mi universo la ucronía que he de vivir mañana.

    Te redescubrí y estoy contento de haberlo hecho.

    Un respetuoso abrazo.

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