domingo, 5 de julio de 2009

El Trabajo Enajenado


Hay un oficio, hoy ya perdido, cuyo recuerdo me permite resucitar mi pubertad, los días moderadamente absurdos cuando paseaba sin ton ni son por las calles de México. No iba de ningún lado a ningún lado, no me dirigía a un encuentro ni iba acompañado por alguien. Caminaba para dejar de leer, para estirar las piernas, para alejarme de mi casa, para matar el tiempo, para pensar y, sobre todo, porque esperaba algo, no un acontecimiento fuera de serie, sino “algo”: cualquier cosa capaz de entretenerme. Invariablemente llegaba al cruce de las avenidas Coyoacán y Popo Sur donde estaba la embotelladora de los refrescos Jarritos y ahí, como en vitrina, detrás de un ventanal, había tres personas con la espalda hacia la calle que contemplaban el paso de las botellas recién llenadas. Era un desfile infinito de cascos y los empleados tenían que vigilar que el líquido llegara a la altura convenida o que no se hubiera colado ninguna impureza. Detrás de los refrescos había una potente pantalla luminosa y los tres se pasaban el día encandiladas y, como Sísifo, encadenados a la banda sinfín.
A cada tanto, alguno alargaba el brazo y sacaba de la fila la botella infractora. Yo me quedaba ahí, viéndolos durante horas, hasta que terminaba reconciliado con mi vida: había algo peor que mis mañanas estancadas en mi salón de sexto de primaria, había algo peor que mis paseos sin rumbo. Frente a ese ventanal estaba lo que años después encontré definido como “trabajo enajenado” en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 de Carlos Marx. Pero ya entonces, aún sin disponer del concepto, la actividad de esos empleados me resultaba aberrante.
Vestían una bata blanca y formaban parte no sólo del departamento de Control de Calidad, sino del de Mercadotecnia, pues yo no era el único que los contemplaba, sino que mucha gente se detenía a mirarlos y, mientras que mí se me despertaban toda clase de pensamientos tristes a propósito de esa suerte vida, a los demás les agradaba, aplaudían las medidas de higiene de la embotelladora y, seguramente, compraban con gusto más Jarritos.
Hoy, a muchísimos años de mi pubertad, sigo tratando de imaginar lo que esas tres personas pensaban ante el desfile de los refrescos: ¿qué les pasaría por la cabeza, mientras por los ojos les pasaban botellas y botellas? Ya no me contento con la explicación que me daba entonces, ni con la que supuse luego de leer a Carlos Marx; hoy ni siquiera me convence la que ofrece Chaplin en su película Tiempos Modernos: ya no creo que hayan tenido la mente en blanco, ya no estoy tan seguro de mis viejos dogmas, ni siquiera estoy seguro de que haya sido una actividad tan aberrante.
Ese oficio y otros por el estilo desaparecieron del planeta con los avances de la informática: mis tres autómatas hace ya mucho fueron lanzados a la jubilación o a la calle: los sensores electrónicos un día los volvieron inútiles y los apartaron de la banda sinfín, como ellos habían apartado las botellas mal llenadas o sucias. Un día se encontraron libres de lo que yo suponía la peor suerte laboral posible. No era así, había algo peor para ellos: ya no hacer ni eso.
Mientras escribo estas palabras comprendo que mi trabajo y el de ellos se parece: estoy sentado durante horas ante una pantalla luminosa, miro pasar las palabras: dejo las que sirven, quito las que no; yo no uso bata blanca ni estoy en una vitrina; pero bien puede ser que, así como a mí me pasan por la cabeza historias e ideas, a ellos les haya pasado lo mismo mientras sus manos hacían otra cosa.

1 comentario:

  1. Pues vaya que es interesante este tema del trabajo. Y la cuestión de Sísifo. Dice Albert Camus que Sísifo es en realidad el "heroe del absurdo", pues se funde con su realidad al aceptar su castigo. "La lucha contra la cima puede llenar el corazón de un hombre. Debemos imaginar a Sísifo como una persona felíz."

    Pues para mí está difícil pensar en que aquellos trabajadores de Jarritos eran felices. Y no creo que sus trabajos sean parecidos, por más analogía que uno haga.

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