sábado, 7 de noviembre de 2009

Radiografía del amor





Cuando nos conocimos, yo andaba muy tomado: la vida me parecía insípida, insufrible y vergonzosa: un asco, y estaba convencido de que debía matarme a más tardar esa misma noche. Recuerdo que te dije: Mucho gusto y con permiso, nada más me suicido y continuamos este magnífico romance. Estábamos en una galería y te explicaba la técnica del pintor Francis Bacon. Giré sobre mis tacones para irme, pero sentí que me mandabas un mensaje inalámbrico: algo así como no te vayas, te amo o qué tal si en mi casa tomas un café y me sigues hablando de los cuadros de Francis. Yo te miré a través de la copa bamboleante, sube y baja, como a bordo de un barco en mar picado, y estuve de acuerdo en postergar mi suicidio, en tomar el café que me invitabas y en prolongar esa caminata hacia el infierno, que los demás llaman vida, a condición de que me acompañaras en la cuesta empinada de lo que restaba del año: Tres meses con catorce días, dijiste con la seguridad de quien se trae el tiempo al dedillo y con sólo una ojeada a las constelaciones es capaz de saber la hora exacta y las coordenadas precisas de su ubicación en el mundo: estamos abajo del Trópico de Cáncer, 18 grados de latitud norte y 97 de longitud oeste. Carajo, es verdad, estamos en México y de nada sirve pegarse un balazo: en el más allá de este país no pagan prima vacacional a quienes se adelantan, ni les toca un cuarto con vista al mar, porque en nuestro más allá no hay vista al mar ni vista ni cuarto ni una chingada. Empezaste a reír. Te burlabas sin recato de lo que yo consideraba el macizo de la muerte, la verdad decantada, el gran desenlace, y lo hacías con una risa contagiosa que volvía la muerte una tonta película de chistes gastados, y entre risa y risa te deslicé la mano por la espalda, por debajo del blusón vaporoso que ocultaba tu piel lisa, tibia, perfectamente torneada. Tú te acercaste, porque al buen entendedor pocas caricias y, con un beso que se prolongó por quince minutos, me adormeció los labios y por poco y me asfixia, sellamos el pacto: De aquí al final del año, ¿estás de acuerdo? Asentiste con un nuevo beso del que tuve que zafarme empujándote, pues luego de otro cuarto de hora amenazabas con mantenerte prendida los tres meses catorce días que abarcaban nuestro incipiente trato. Ya párate, te dije, pues en mi borrachera sospeché la carretada de dinero que ibas a cobrarme por tus ansias. Perdóname, pero en aquel momento te confundí con una mesalina de lujo, con una comerciante en carne curva. ¿Cómo podía imaginar, entonces, tu estado civil, tu carro de ocho cilindros, tu suite en el Paseo de la Reforma? Me golpeaban la cara tu perfume y el fresco de la noche. Cómo soñar, entonces, que ibas gratuita, samaritana, dulce y conmisericordiosamente a sumirme en tu cama, en ti y en ese amor desde el que desperté al jugo de naranja, al pan tostado y al jarrito de miel que volqué sobre las sábanas, cuando dijiste buenos días metida en un negligé blanco por el que se transparentaba tu cuerpo.
¿Qué día es hoy?, te pregunté con aquella costumbre de asalariado culpable de confundir los lunes con los domingos; pero era día de asueto general, nada menos que 16 de septiembre, día de la Independencia, del desfile por Reforma, de los batallones de soldados pasando de veinte en fondo con sus arcabuces, sus obuses, sus morteros, sus tanques blindados, sus piezas de artillería y sus perros dóberman. Era el día de las motocicletas recién lustradas y de las bandas de guerra tocando el himno nacional y de las multitudes aplaudiendo y chupando raspados de grosella, guayaba o tamarindo. Ya llegaron los primeros contingentes, dijiste con la frente apoyada en el ventanal. ¿Los primeros contingentes de qué?, pregunté yo que ni siquiera sabía que tu departamento quedaba en la calle Oslo esquina con el Paseo de Reforma. Los primeros contingentes del desfile, mira, asómate, y estábamos en un octavo piso y los uniformes gallardos, verde olivo y verde hoja y verde manchado de café campo cruzaban allá abajo entre las vallas y la algarabía y los globos y los rehiletes y los huevos llenos de harina que volaban de un lado a otro. Era un día patriótico y yo no sabía ni siquiera tu nombre: Me llamo Mara, dijiste desprendiéndote del negligé para amarrarte a la cintura nuestra bandera tricolor a media asta. Y llevándote el puño a la boca comenzaste una música de trompetillas, remedo de cornetas y de los tambores militares que subían con su repiquetear de banqueta tensada hasta la habitación. Tenías el pecho descubierto como la heroína del cuadro de Delacroix, ése en el que la libertad guía al pueblo, sólo que tus senos más erguidos y pronunciados, más como los fanales de un automóvil último modelo iluminando estrábicos la niebla, no eran una imagen ni una metáfora de la revolución, sino una realidad maleable, dúctil y duplicada o para decirlo de una vez: tus pechos formidables que me hicieron olvidar el desfile, mi devoción a la bandera, mi curiosidad infantil y la cruda espantosa que sentía con su dolor de cabeza y sus náuseas, y que me obligaron a abalanzarme sobre ti como un apátrida que no deseaba otra cosa que nacionalizarse como habitante tuyo, ciudadano de tu país profundo o hijo pródigo de tus ingles abandonadas al amanecer. Rodamos por el piso y sólo de reojo, estirando el cuello y muy sesgados, logramos ver apenas el pelotón de los bomberos, los charros a caballo y el voluntariado de la Cruz Roja que recorrían Reforma con sus estandartes en alto. Cuando los levantamos, los colectores de basura cerraban la marcha barriendo el tiradero de confeti, la boñiga, los cascarones de huevo y los envases de poliuretano.

Así te conocí, así empezamos. Yo entonces no sabía que ese departamento era tu escondite: una guarida de primera a la que te mudabas cada que tu marido salía de viaje y no resistías la soledad de tu caserón de San Ángel, ni el cuidado servil de tu ordenadora tropa de domésticas que iban detrás de ti restañando la hecatombe que producías con tu presencia. Yo entonces sólo sabía tu nombre, Mara, y tu cuerpo: ese cuerpo rostizado durante veintisiete años y amasado por medio centenar de amantes que igual te habían perfeccionado el gusto y moldeado la silueta, que hastiado hasta el extremo de hacerte acudir a galerías a rescatar suicidas falsos que te hablaran de Francis Bacon y de infiernos sin mar y sin vista que, ciertamente, no justifican la prisa de adelantar finales que de cualquier forma habrán de llegar. Sabía de ti lo indispensable: tan poco, que en aquel momento cualquier rubia como tú habría podido suplantarte sin que yo lo notara. Y sin embargo, los dos sabíamos más que lo suficiente: que cada cual tenía sus compromisos, sus costumbres y su vida demasiado hecha, y que lo nuestro iba a durar sólo tres meses con catorce días y que ninguno de los dos debía pretender alargar ese tiempo de gracia, ese romance a plazo fijo, porque a la menor provocación, a la primera que alguno comenzara a mezclar la eternidad con el amor, a la primera que alguno intentara traicionar la muerte con aquello de te quiero para toda la vida, o quédate siempre junto a mí, nos hundiríamos en el carajo, en el caldo doméstico de los fermentos consuetudinarios que descomponen todo retroactivamente, hasta los mejores recuerdos. Cada quien su vida, dijiste y nos prendimos en uno de esos besos que duraban más de quince minutos y en los que nos mascábamos los labios como si fuesen chicles de orozuz a los que hubiera que arrancar todo el sabor. Cómo te penetré esa vez: te sujeté de las caderas y empujé con fuerza hasta hacerte crujir, hasta arrinconarte en el fondo de ti misma; parecía un asesino, un hombre sanguinario que huía del mundo por la ranura de tu cuerpo hacia dentro de ti, un loco que te sofocaba, que te llenaba como nunca. Y volviste a decir cada quien su vida, pero esta vez gritando con un tono de libertad que se me pirograbó en el alma y fue como una sacudida de conciencia que me hizo comprender que no existe nada más que el instante. Me vacié en ti, porque de eso se trataba, porque habría sido una necedad contenerme y erigir un templo de caricias que procuraran por ti, que buscaran también tu placer. Y fue eso, precisamente eso: mi pasión egoísta, mi satisfacción personal, lo que te devolvió a ti misma y a un orgasmo tuyo, completamente tuyo y de nadie más. Te quedaste dormida sin decir nada, sin preocuparte por mí, yen aquella total indiferencia, en aquel ofrecerme la espalda desnuda, encontré más amor que el que había hallado en toda mi puñetera vida de arrumacos y de mujercitas piadosas que me abullonaban las almohadas y me cubrían de colchas con su cariño maternal. Esa noche me acuclillé a tu lado, me acomodé hecho un ovillo y estuve tiritando de frío con la cara a poca distancia de tu sexo. Al cabo de una hora comprobé cómo se acedaba nuestro amor, cómo se secaba en tus piernas dejando un rastro blanco de barniz quebradizo, hasta que yo también, aburrido de contemplar tu piel, pero queriéndote, me perdí por las nebulosas de unos sueños en los que nadie te conocía, en los que nadie había oído de ti, y en los que sólo habitaban seres huecos, tinacos huecos, que repetían tu nombre con reverberación.

En el inicio cualquier cosa nos llenaba de sorpresa: ¿Cómo, eres casada, preguntaba yo muerto de risa, y tu marido, un millonario liberal que te consiente y cumple todos tus caprichos? ¿Y tú, un crítico de arte? Sí, y además soy tenista y espadachín y gladiador y los miércoles me alquilo de chivo expiatorio para algún ritual pagano falto de mártires; pero ahora estoy decidido a fundar una ciencia nueva: tú serás el objeto de estudio; quiero descubrir las claves fisiológicas de tu cuerpo y los teoremas que se derivan del axioma de que eres una rubia, joven y rica. Y me ponía a medirte con una regla, pero tu vientre irracional crecía y decrecía por tu risa arbitraria, y entonces nos arrancábamos la ropa y a nadie le interesaba ya la naciente “maralogía”, ni la magnitud flexible de tu manera de gemir, ni el número promedio de entradas y salidas que era necesario para arrancarte el grito de cada quien su vida. Pero a veces también, te escabullías con la blusa desabotonada, porque esa tarde te reclamaba tu marido para ir a una reunión de sociedad a la que te resultaba imposible asistir con los labios mordidos e inflamados como los de una negra. Una negra perfectamente blanca y perfectamente rubia, me decías mientras te aplicabas un cubito de hielo envuelto en la mascada que habías sacado del bolso y con las llaves del auto en la mano me mandabas un beso volador desde la puerta y te ibas. Yo bajaba Reforma, tomaba un camión y, cuando me sentaba en mi casa a escribir la reseña de Francis Bacon y de la galería donde te conocí, me venía el deseo de recordarte: hundía la nariz en mis palmas para hallar tu perfume; pero ya no olían a ti, olían a pasamanos de camión y a cigarro y, entonces, no me quedaba otro recurso que imaginar dónde estarías, “entre qué gente, diciendo qué palabras”; emborronada cientos de cuartillas hasta que por fin conseguía hacer de la literatura un pasaporte para colarme en tu mundo: y ahí estabas, Mara, en tu reunión selecta, vestida de negro toda, con una gargantilla de diamantes y con el bonachón de tu marido colgado de ti como un tosco brazalete. Hablabas sin parar ante un grupo de personas acerca de Francis Bacon: de la desolación de sus óleos, de las calidades en las que atrapa las distintas texturas de las crisis del alma y de la manera como retuerce las figuras hasta conseguir que sangren. Los tenías a todos embebidos, pendientes de tu disertación, fascinados con tus opiniones. A cada tanto, tu marido lleno de orgullo te daba discretos apretones en el brazo; eras el centro de la fiesta, tu éxito te animaba a seguir; incluso yo te veía maravillado a través de mi copa: mi admiración por ti aumentaba a cada segundo: desarrollabas las categorías estéticas exactas al hablar de Bacon, usabas los adjetivos precisos hasta que, sin poder contenerme más, dejé mi mazmorra de silencio y levantando mi copa propuse un brindis. Tus amigos voltearon sorprendidos y yo repetí: Brindemos por Mara. Todos sin excepción alzaron su copa y de un trago me bebí tu desconcierto, tus ojos redondeados por la incredulidad. Quisiste preguntarme qué hacía allí, cómo había llegado; pero una ráfaga de viento reacomodó las sílabas de tus palabras y todos escuchamos un turbado les presento a… mi maestro de historia del arte, y no mencionaste mi nombre, porque a pesar de haber hablado tanto habíamos callado demasiado y todavía no sabías cómo llamarme. Pablo Reyes, dije, y tu marido me estranguló los dedos de tal fuerza que en el aire se extendió el aroma inconfundible de tu perfume y el olor agrio de un tubo de camión.
No me gusta que me espíen, dijiste cuando nos encontramos en el departamento de Reforma. Yo quise explicarte mi trabajo de crítico, mi rol de intelectual, me permitían el acceso a ciertas esferas sociales; pero no tenías ganas de aclaraciones: según tú, yo había aparecido en la reunión a causa de unos impulsos posesivos que violentaban el cada quien con su vida que era la base de los tres meses con catorce días que habría de durar nuestro convenio; pero a mí me habían contratado para que no faltaran temas de conversación, por si alguien necesitaba un dato o una idea divertida. Comprendí que era absurdo insistir en los pormenores de mi profesión y acepté ese disfraz de amante celoso que me ofrecías: me pareció romántico y por eso inventé la historia en la que había saltado bardas, envenenado perros y forzado ventanas para llegar a la escena en la que tu marido casi me fractura los dedos: te los mostré y el moretón te enterneció. El fin de semana va a ser nuestro, dijiste, y al menos ya sabías que me llamaba Pablo.

Desde entonces procuré encontrarme contigo fuera del departamento: ya que de por sí eran muchos los disfraces que debía ponerme para incrementar mi vestuario con esos trajes de Otelo que salían del guardarropa de tu pasado de amantes convencionales y celosos. Me iba más bien por otros rumbos, allá donde materialmente fueras imposible: los túneles del Metro, los barrios suburbanos; comía en fondas, me encerraba en el cuarto de algún hotelucho o me pasaba la tarde metido en mi casa haciendo esfuerzos para no pensar en ti, para no violentar los estratos de la realidad apareciendo, de pronto, en la mesa de tu comedor como un intruso caído del cielo o en la mitad de tu cama entre tu marido y tú; porque si te asaltaba mi recuerdo en la hora de la cena o en el momento de dormir era porque yo te acosaba, porque no admitía la independencia de tu vida ni la privacidad de tus asuntos. Yo no debía asomar en ninguna parte en que tú no quisieras, para eso estaba el departamento, para vernos ahí, lejos de tu marido y a ocho pisos del mundo. Defendías tu libertad, te chocaba la idea de estar enamorándote y a mí, en cambio, me resultaba espléndido dormirme con la promesa de los tres meses catorce días, pues aunque ya había pasado un mes y el tiempo iba a agotarse, podíamos prorrogarlo, colgarle el anexo que se nos diera la gana, ¿por qué atenernos a lo establecido? No para siempre, nunca para siempre; pero sí hasta donde llegara, hasta donde pudiera ir sin muletas, sin tropiezos: un año o dos, lo que alcanzara. Ya no sigas hablando, me dijiste, mejor acércate, y esa vez, como si sólo la muerte pudiera desprendernos, supe todo tu fundo, tu canto de mujer sin palabras, tu cuerpo sin recovecos prohibidos, y lo supe más allá de la naturaleza y el orden, en ese lugar de transgresión donde la sangre se funde con el semen y el espíritu se sacude como un animal enfurecido el que unas manos invisibles ahorcan. Nunca fuimos más lejos ni jamás volviste a demostrar ese coraje, esas ansias suicidas de rasgarte la piel, de abrirte el cuerpo de par en par para guardarme, porque ya no éramos un par de amantes copulando, sino un revoltijo de seres mutilados que para completarse se injertaban: era un acoplamiento de siameses con las venas y las respiraciones enredadas. Nunca fuimos más lejos. Y tal vez porque todas las cosas tienen una cima, un pináculo, un vértice superior e irrebasable, fue que para seguir más allá tuvimos que iniciar el descenso: tus abrazos se debilitaron, tu manera de apretarme menguó, y tu necesidad de verme a cualquier hora se fue aminorando.

Yo hacía todo con tal de mantenerte emocionada; pero al segundo mes ya parecía imposible atajar tu fastidio: mirabas el reloj, llegabas tarde, te dolía la cabeza, estabas menstruando o necesitabas escribir unas cartas. Y yo, en cambio, planeaba lo que habría de decirte, la forma de llenar cada minuto que me concedías; buscaba las mentiras más grandes, las parafernalias eróticas más eficaces y un itinerario de ocurrencias inéditas para cada ocasión. La novedad, sin embargo, entraba en órbita de lo reductible y se deslizaba por el óvalo de los círculos viciosos que eras capaz de descubrir en todo. Yo sentía la obligación de divertirte: si te asaltaba la idea de que algún día habrías de envejecer, redactaba una iniciativa para las Cámaras exigiendo que se te declarase zona de desastre y a mí, damnificado tuyo; si querías un orgasmo a distancia, me sentaba en la orilla de la cama a improvisar un cuento excitante en el que ajustaba la duración de las escenas a tu propio ritmo: e igual conducía tu imaginación a través de tus perversidades favoritas que inventaban otras, con las que luego suspendíamos la literatura y el mundo: llegabas a la cima, en el interior de tu cuerpo se condensaban unas gotas que salían con violencia sin salir de ti; pero te aburrías; te aburrían los viajes, las caminatas a caballo, la percepción desgarrada por los estimulantes, pues ni el haz estrellado de los colores imposibles, ni la espiral veloz que de pronto se tensa en un disparo hacia el abismo, ni la música que se vuelve tangible y se unta como una pomada refrescante sobre el tímpano, ni nada, ni siquiera el peyote que te hizo otra frente a ti y te permitió ser ubicua lograron distraerte.
No era yo, ni tu vida conmigo. Tú eres lo menos detestable del mundo, me dijiste. Eran, quizá, Francis Bacon, el desfile monótono de los soldados o los cuadros, la sucesión de los instantes parejos, cortados por la misma tijera: todos únicos pero idénticos: era el tiempo.

Pero hasta el tiempo se acabó: un día los tres meses catorce días llegaron a su fin y, como hacía dos semanas que no nos veíamos, creí que eso me daba una justificación para volver a tu departamento: abrí la puerta, me senté a esperarte, me serví una copa, vi a través de ella hacia la calle, entré a la recámara, recordé tu cuerpo, tu frase predilecta: cada quien su vida; llené un cenicero de colillas, miré la hora, camine de un lado a otro, volví a mirar el reloj, la calle, la recámara. Anocheció y amaneció. En la madrugada parecía un borracho que se alejaba por Reforma.


Cuento Radiografía del amor tomado de mi libro
Dios sí juega a los dados

domingo, 25 de octubre de 2009

Fragmentos de Asalto al infierno


…Luego de tres semanas de estar inmóvil dentro de la tumba, todavía me preocupen los lectores y mi suerte literaria: de veras que la vanidad es lo último en morir...

...El amor es como los eclipses: raras veces sucede, pues aunque en principio podamos enamorarnos de cualquiera, en realidad resulta muy difícil: se requiere que esa media burbuja que es nuestro amor emerja hasta la superficie y, además, que coincida con esa otra burbuja incompleta que es el amor ajeno. Por ello, cuando se da, dura un instante como todas las pompas de jabón y los eclipses: el amor es perverso: es como la sed o el hambre, una necesidad, pero una necesidad diferenciada a la que no es posible saciar con cualquier pan, ni con un sorbo tomado en cualquier parte: es una sed sólo de esa agua y un hambre de una persona exacta; pero la persona es infiel a sí misma, inoportuna, no hay modo de bañarnos dos veces en ella, es como el río de Heráclito...

...Convoco a todas las fuerzas vivas de la patria, a los jóvenes que tienen fresca la capacidad de indignación, a los de espíritu verdaderamente democrático, a los que sienten un asco espontáneo por la forma como está concebido en más allá; hago un llamado a todos, para que juntos nos vayamos al infierno...

...Es inútil, por lo tanto, describir al Demonio, ya que, salvo los cuernos, que resultan el denominador común, en todo lo demás cada quien trae su propio Diablo en la pupila...

...La vida es un camisón de fuerza que los demás nos ajustan, siempre esperan algo de nosotros: que sigamos fieles a nosotros mismos, que mantengamos nuestra palabra, que demos lo prometido; y si nos apartamos del cauce, de inmediato levantan indignados el retrato de lo que fuimos para exclamar con censura: “Nunca lo creí de ti”, o para decir entre lágrimas: “Me has fallado”, y uno tiene que recular, convertirse en la estatua que los demás aprecian, reasumir su papel y ejecutar por enésima vez la tullida representación de uno mismo con los parlamentos probados...

...Son las seis y media de la tarde y no cambio de tema, insisto: estoy física, espiritual, biológica, sociológica, filosófica, económica, psicológica, química y matemáticamente harto de mi vida y, según mis cálculos, usted también estimado lector: de otro modo no estaría leyendo este libro para distraerse...

...Si cualquier lector tiene el privilegio de seleccionar a sus escritores, es justo que alguna vez un autor ejerza el derecho de decidir quiénes serán sus interlocutores. Considero que la publicación de un texto no es razón suficiente para que cualquier hijo de vecino se crea facultado para meter sus narices donde no lo llaman, y como no voy a volverme críptico para expulsar a nadie de esta página, exijo a los felices que se larguen...

Una aventura fácil se disuelve muy rápido en el ácido de los días monótonos: es un pivote que nos devuelve tranquilos al cauce de las horas domesticadas...

Para avanzar es preciso que los pasos no se inscriban en ningún círculo, ni siquiera en la espiral del placer que a cada tanto revive: así se atornilla “el amor consuetudinario”...

…el amor no es a prueba de intrusos…

...Entra las fuerzas que conspiran para hacernos perder el equilibrio no hay ninguna más poderosa que la del imán de la carne…

…no son las manecitas sublimes del amor, sino las garras dobles del deseo correspondido las que nos arrastran, se enseñorean de la voluntad y, al grito de ahora o nunca, nos lanzan sobre el otro…

…prefiero ser expulsado para siempre de la liga de los escritores “realistas”, a padecer, mientras escribo, esas atmósferas de sordidez obligatoria, esos personajes insulsos y arrabaleros que atiborran las páginas y las pupilas de miseria: “la verdadera realidad está en otra parte”.
Fragmantos tomados de mi libro Asalto al infierno.

viernes, 31 de julio de 2009

El paraguas de Wittgenstein






EL PARAGUAS DE WITTGENSTEIN




1. Como la gente se conoce o no se conoce nunca, pero total a veces se enamora, suponte que la lluvia te reúne con una mujer debajo de un paraguas. Tú le dices: ¿Me permite? y ella, indecisa y sorprendida, sopesando los pros y los contras te contesta que no, que el paraguas es suyo y que te vayas. Suponte que obedeces y te alejas brincando los charcos y que al cabo de una calle, dos calles, tres calles encuentras un techito para guarecerte y que ahí, precisamente ahí, se oculta el asesino que estaba escrito habría de matarte y que te sale al paso con aquello de la bolsa o la vida, y tú respondes que la vida, porque estás empapado y sientes frío y ganas de morirte o de pedir una taza de café muy caliente, pero como en ese zaguán no hay servicio de cafetería, pues te atraviesa con tremendo cuchillo y desde el suelo miras a tu asesino perderse con tu reloj y tu cartera detrás de la cortina de lluvia de la que sale la muchacha que no te quiso asilar bajo su paraguas, y cuando ella pasa: tú mueres.

1.1 Suponte que el cielo existe y que se te ocurrió morir a las seis de la tarde o, mejor, que tu asesino te haya matado a esa hora o, si lo prefieres, que el tiempo que todo lo coordina haya sincronizado con gran precisión los relojes para que murieras en tu país a las seis de la tarde sin que tú ni tu asesino anduvieran preocupados por la puntualidad. Si el cielo existe, a las seis y cuarto llegarías a sus puertas remolcado por la columna de humo de alguna chimenea próxima al sitio donde habría quedado tu cuerpo. Las puertas están abiertas de par en par, entras, caminas, buscas por uno y otro lado, pero no hay nada, no encuentras a nadie: El cielo es un hangar infinito, piensas y te pasa por la conciencia la imagen de la mujer que en mitad de la lluvia te negó la sombra seca de su paraguas.

1.1.1 Suponte que además de cielo, haya Dios: tu ascenso y llegada son los mismos, sólo que ahora encuentras un mostrador y, detrás del mostrador, un mayordomo de levita verde que te hace señas con su linterna de bencina para que te acerques. Das unos pasos y en el acto descubres en el verde chillón de la levita que el cielo no es lugar para ti, que a ti te corresponden otros pasatiempos: descifrar de por muerte las razones por las que esa mujer se negó a compartir contigo su paraguas, y otros asuntos por el estilo.

1.1.1.1 Suponte que haya Dios y que te está esperando, que cruzas la eternidad y el infinito que no son otra cosa que una fila interminable de salitas de espera, salas y antesalas de espera, y que al final, o lo que tú consideras el final, encuentras unos muebles como de cafetería, con sillones confortables de plástico azul, imitación cuero, y que tomas asiento convencido de que si Dios te aguarda: tú debes reunirte ahí con Él. Palpas el forro azul del sillón y tus antiguos hábitos te hacen desear una leche malteada; pero Dios, aunque te esté esperando, no llega y en su lugar, asociado por la malteada y el deseo, lo que viene a ti es el recuerdo de la mujer que en la lluvia te dijo: No.

1.1.1.2 Suponte que Dios llegue: el recorrido previo podría ser idéntico a excepción, claro está, del color de la levita del mayordomo, porque si Dios llega la levita tendrá que ser color obispo. Tú estás sentado en el sillón azul de plástico deseando una malteada y en ese momento llega Dios disfrazado de camarero y sobre una charola trae precisamente esa malteada que tú deseas; viene con corbata de moño y un higiénico bonete en la cabeza. Tú te levantas respetuoso y lo invitas a sentarse, Dios accede y le convidas un sorbo de tu leche, pero Él declina y te explica que acaba de comer, que te lo agradece pero que no tiene apetito. Tú retrocedes apenado: comprendes que fue impropia la manera confianzuda con la que le ofreciste el sorbo y, temeroso de haber cometido una imprudencia, preguntas si se puede fumar. Te responde que sí y hasta te acepta un cigarro. Tu mano tiembla por estar encendiendo fósforos humanos en la cara de Dios. Sin embargo, Dios aspira y comenta: Son buenos sus cigarros, ¿tabaco rubio? No, contestas sin darte cuenta de que corriges nada menos que a Dios, son de tabaco oscuro. Está menos procesado, ¿verdad?, dice Él, y tú contestas que sí, que se trata de cigarros baratos. Pues están magníficos, asegura Él. Tú aspiras el humo y piensas que no son tan buenos, pero no te atreves a decirlo. Dios mira a su derredor y hace un comentario a propósito del plástico azul de los asientos, algo acerca de que parece cuero. Tú le das la razón, Dios termina su cigarro y dice: Bueno, pues Yo, usted sabe, tengo que irme, ha sido un placer. Tú no atinas a decir nada y, cuando Dios se aleja por entre los sillones que parecen forrados de cuero azul, recuerdas el modo como tu asesino se alejó por la calle mientras llovía y la cara de la mujer que no quiso aceptarte bajo su paraguas.

1.2 Suponte también que no haya nada, que tú te mueres a las seis de la tarde porque la lluvia te obliga a buscar dónde protegerte y el techo hospitalario que te pareció inofensivo ocultaba al criminal que habría de matarte a resultas de que hubo una mujer que no quiso compartir su paraguas contigo. La chimenea soltaría al aire su bocanada sucia, la lluvia atravesaría el humo y lo bajaría al piso vuelto hollín, polvo finísimo mojado que el agua arrastraría junto con tu último suspiro hacia la alcantarilla. Al día siguiente tu cuerpo lavado por la lluvia sería encontrado: Un muerto, gritarían; pero tú no oirías nada, ni siquiera el sonido de la lluvia, ni los pasos de tu asesino, ni el no de la mujer que te excluyó de su paraguas; no oirías ni verías ni sabrías nada: nada de leches malteadas, ni de pláticas con Dios, ni mayordomos de levita, ni sillones que parecen de cuero. No habría nada.

2. Ahora suponte que abajo del paraguas ella te contesta: Sí, claro, acompáñame. Y tú, indeciso y sorprendido por haber repasado algunas consecuencias de su negativa anterior, comienzas a contarle que el "no" que te dijo en otro cuento te lanzó a las manos de un asesino y a unas pláticas con Dios y a una serie de hipótesis que ella festeja riendo, justo cuando pasan frente a la puerta donde está el asesino que espera que tú llegues chorreando para matarte; pasan de largo y, como la tarde está de perros y apenas son las seis, ella propone entrar en la cafetería que queda en la calle siguiente, la cual, por supuesto, tiene los sillones azules. Entran, se sacuden la lluvia que les perla la ropa, y ella pide una leche malteada y tú, un café.
Cuento tomado de mi libro Dios sí juega a los dados.

lunes, 20 de julio de 2009

Lenguaje Cabalístico

Lenguaje Cabalístico

Escribo, porque no he encontrado una mejor manera de tocarte, ni otra avenida que esta calzada de palabras desde la que te puedo mostrar cierto sistema planetario al que todavía guardo una profunda estimación. ¿Cómo evitar que el día quede hundido sin objeto en las calles irregulares de la ciudad? ¿Cómo impedir que escapes, que desaparezcas al torcer una esquina? Aquí te vuelves un murmullo y tu respiración es el vapor de la tinta al secarse; este es el sitio al que acudes puntual o donde me esperas dormida. Aquí siempre es de noche cuando vuelvo tras haberme extraviado en la rutina, o después de perseguir, junto con otros cuervos, objetos cuyo brillo resultó falso. Yo adquiero aquí ese trasfondo al que te llevo, porque no es solo tu sexo, ni el imán de tus senos desbordados en la mesa, ni tu vientre que termina en un oasis negro. Escribo, porque no es sólo tu cuerpo ni yo el suicida paseándose nervioso en la azotea ni es solamente el tiempo. Es más bien una forma para que las vocales rueden como el sudor por tus labios.Tú vienes aquí para cobrar esa profundidad que te falta, esa raíz sin la cual los meses giran inútilmente. Pero tu propio hallazgo no te deja tranquila: piensas que no eres completamente tú, que no es tuyo el brazo que mueves cuando desde la puerta dices adiós; que esa mano demasiado interesada en hurgar mis papeles no puede ser la tuya y que tu rostro poco tiene que ver con la línea que te prolonga por el canal de estos renglones. Y es cierto, tampoco esta duda y esta inconformidad te pertenecen. Aquí nada se parece a nada, aunque cada imagen sea tu imagen y cada sonrisa salga de ti. Aquí es donde yo escribo prolongando el rumbo de una mirada o la ruta de un ademán. Aquí, con el humo y la caligrafía, te hago bajar los párpados y extiendo tu cuerpo. Porque finalmente ninguna evasiva te sirve: ni la parvada de ángeles mutilados que aletean en ese sueño, ni los días que no recuerdas al repasar la semana una y otra vez, ni tu boca que pretende huir por el margen izquierdo de esta página donde apareces tendida sin voluntad. Eres esa colina que momentáneamente forma el oleaje del papel, cuando mi mano entorpecida por tu aparición palpa su superficie o vuelve atrás colocando puntos y tildes. Y al leer estas palabras, sin que lo puedas evitar, por mas que bajes la voz, vibran tus labios y este sonido te recorre la piel.Después será el silencio, las calles que se alargan hasta la madrugada y los faroles de siempre desvelándose solitarios hasta el amanecer, y vendrá, no lo dudes, el goteo infinito del abecedario con sus frases hechas. Después dejarás de ver estas palabras donde mis dedos convertidos en sílabas te recorren y humedecen. Después no será nada: a lo más una huella digital que se borra en tu cuello o en tu cintura. Pero ahora, entiéndelo, ya no son las palabras lo que escuchas: es el ruido de la pluma al dibujar tus consonantes, es la puntuación que se desplaza por tus piernas y las marca con lunas ortográficas: es por fin tu cuerpo jadeante.




Texto tomado de mi libro Dios sí juega a los dados.

miércoles, 15 de julio de 2009

Manifiesto Ucrónico


Hartos de callar. Hartos de mantener ese silencio que sirve de mordaza y vuelve llevadera la injusticia. En contra de los traidores y los equivocados, de los cómplices inconscientes y de los verdugos de vocación. Contra todos aquellos que con su ignorancia o ingenuidad, o con su espaldarazo meditado y científico brindan su irresponsable apoyo al desastre. Y en contra también de los que canalizan la protesta hacia infiernitos o perfilan su crítica para distraer con minucias la generalizada inconformidad, elevamos este Manifiesto.
No nos mueve a ello ningún hecho reciente, ni siquiera la reiterada y procaz indiferencia e ineficacia que caracterizan las decisiones de este tiempo, sino la vergonzante confirmación, repetida como un delirio, de que en todos los pueblos –geográfica e históricamente revisados– predomina la sujeción, el sometimiento y la represión. Tal pareciera que un único designio gobierna el mundo desde sus inicios: oprimir al hombre, sujetarlo como a los gansos que se clavan al piso para que graznen y le crezca el hígado, o doblarlo como a una carta que se envía a la vida y que debe pasar por la estrecha ranura del buzón.
Por ello juzgamos necesario, nos sentimos obligados, reconocemos lo imperativo de suspender esta producción de paté foiegras y de vidas timbradas que desembocan en la dirección de la muerte sin otro remitente que el absurdo o la nada. Pues aunque el coro de la ortodoxia oficial ha comenzado a reconocer la crisis, y los corifeos de la disidencia se desgañiten al enfatizarla, todavía no se deja oír la voz que dé en el blanco del desastre. La voz que señale, sin rodeos ni matices, el verdadero motivo de la protesta; porque hasta hoy la insatisfacción metafísica ha sido capitalizada por grupúsculos políticos con idearios miserables que, al no proponer horizontes sucesivos hasta el infinito, sino metas mediocres más allá de las cuales se abre el acantilado de la desesperanza, frustran a los rebeldes y transforman su indignación en desgano y sus sueños en pesimismo.
Esta es la razón de quebrantar el silencio de los adormecidos o el ruido vocinglero de las estridencias políticas, y ésta la justificación que nos da derecho a tomar la palabra por todos aquellos que, como nosotros, se rasgan el vientre con un puñal japonés, se levantan el capacete del cuero cabelludo de un balazo, se arrojan al precipicio de un puente, se empastillan con cianuro, se amarran al cuello una piedra que florece en ondas sobre la espantada superficie de un lago, se tiran a la cama de una habitación perfumada con gas, se serruchan las muñecas en un baño público, se rocían de gasolina en un bosque donde se prohíben las fogatas o inauguran una desviación hacia el paisaje abierto de la barranca, o saltan al fondo del alcohol o al fondo del opio o al fondo de un recuerdo o al fondo de un libro que vale más que la vida diaria que se desperdicia.
Adquirimos el derecho de tomar la palabra –y también nuestros motivos– de la montaña de cacharros donde se han acumulando los actos sin despliegue de los temerosos, los actos que abandonan los arrepentidos, las promesas rotas y, en general, todas las acciones tronchadas por la conspiración de los vitaltraidores, pues más allá de ellos, más allá del impedimento de las estrechas condiciones reales o de la mezquindad de quien no supo, no quiso o no pudo llevar sus deseos hasta el fondo, más allá: en esa montaña de despojos donde hincamos nuestro derecho de tomar la palabra, germina la fuerza de esos actos huérfanos reclamando un protagonista que la encarne, alguien dispuesto a ponerse delante del toro desbocado de la marcha histórica, un nuevo movimiento capaz de descarrilar la inercia humana y hacer que se estrelle en el espejo de sus desatinos. Un movimiento comprometido, nada más, con el limbo imperecedero de los anhelos y los sueños incumplidos del hombre.
Nuestra oposición, en consecuencia, no puede ser parcial. Los críticos parciales, partidistas (y no se han conocido otros), cumplen un papel funcional: generan las enmiendas, los parches, los pegotes que sirven para reestructurar las sociedades; son pivotes de escape que aplazan la explosión; son reformistas que sólo atacan una ley o buscan un sistema distinto, como si la ley o el sistema no fuesen simples fragmentos de una realidad más compleja, de una totalidad completamente insufrible.
Nosotros estamos en contra de la ordenanza estúpida, del decreto perjudicial; pero también en contra de la disposición certera, de la orden correcta, pues la esencia misma del mandato es la represión.
Nosotros estamos en contra de los gorilas públicos que desde el poder asesinan y queman a los disidentes, y en contra de los gorilas privados que en un callejón arrebatan al que pasa su verdadero y único patrimonio: la vida. Pero también en contra de la muerte que acreditada como ley natural siega año con año y mes a mes a millones de seres sin reparar siquiera en la índole personal de aquellos a quienes aplasta. Estamos en contra de esa ley que pretende ostentar su ceguera como equidad cabal y no es sino la peor de las canalladas y la más grande de las injusticias. Estamos en contra de la muerte y en contra de sus más eficaces instrumentos: los dictadores que multiplican su capacidad de aniquilación desde el poder.
Desaprobamos la injusta desigualdad social, pues no sólo condena al hambre a más de las tres cuartas partes de la población del mundo, sino que agrava con las taras de la anemia el desequilibrio de una biología de por sí arbitraria que asigna a cada individuo una inequitativa dotación psicobiológica. Desaprobamos el orden genético pues, más allá de todo esfuerzo de instauración de la justicia y de cualquier intento de reparto equitativo, siempre ha desnivelado las posibilidades humanas. Nos declaramos también enemigos del racismo, del racismo con el que se agrede a todos aquellos que son discriminados por cualquier causa, pues la exclusión es una práctica universal en la que el desprecio ejerce sus infamias indistintamente contra los débiles sean negros o blancos, cobrizos o amarillos, grupos minoritarios o mayorías interminables. Nuestro antirracismo propone la inclusión absoluta, pues no es posible que siendo el universo un espacio infinito no quepa todo en un jarrito sabiéndolo respetar.
Estamos, pues, en contra del dolor y de la muerte, de la escasez de oportunidades y de la falta de libertad para poder tener muchas vidas distintas y no estar asfixiados por ninguna. Nos inconformamos ante el hecho de tener que cargar con nuestro pasado y no poder cambiarlo como quien se muda de ropa o elige otro dentífrico. ¿Por qué no todo el mundo puede hacer y vivir lo que le plazca, en lugar de tener que hacer aquello a que lo obligan y las más de las veces lo que puede? ¿Por qué sólo tenemos este remedo de vida suficiente para encender la pira inmoral de la subsistencia?
Impugnamos a los políticos que por motivos inconfesables o por ineptitud probada no han conducido a la sociedad hacia el mundo al que apuntan los suspiros utópicos.
Impugnamos a los científicos por no haber aplicado toda su ciencia en reparar las graves fallas del cosmos.
Impugnamos a los artistas y a los intelectuales que con su genio no han sabido poner o siquiera proponer un mundo hacia el que habríamos podido dirigirnos.
Impugnamos a los vendedores por no vender las claves de la vida o al menos una satisfacción duradera.
Impugnamos a los ingenieros que no hacen casas donde pueda caber toda la gente, ni los puentes para que la humanidad atraviese hacia la otra orilla.
Impugnamos a los médicos que no encuentran el remedio definitivo contra la gripe y la muerte.
Impugnamos a los barrenderos que no barren tanta indignidad y podredumbre.
Impugnamos a los obreros que no han construido el brazo de palanca ni la catapulta que podría levantarnos y, en síntesis,
Impugnamos a todos los seres humanos por su milenaria semejanza con los taxistas, pues sólo son capaces de ir al sitio que se les ordena por más que elijan la ruta más larga, la del rodeo torpe y el errar inútil.
Se ha edificado un mundo ominoso frente al que sólo quedan dos respuestas: despedazarlo hasta sus cimientos y hundirlo en el fondo de las raíces sin memoria o abandonarlo: emprender el éxodo al Mundo Ucrónico: exiliarnos en masa al inconmensurable espacio onírico que resulte de juntar los islotes de nuestros sueños individuales.
Comencemos la fuga. Sólo si universalmente desertamos del mundo real se creará un movimiento capaz de volver inoperante la inercia de un proceso histórico que a estas horas se dirige ya de modo fatal hacia el desastre. No es una convocatoria enloquecida, aunque sí exasperada. En el mundo se ha estrangulado la posibilidad de vivir y, por eso, la alternativa racional, la alternativa sana, la alternativa posible recae, por rigurosa eliminatoria, en una solución fantástica: trasladarnos en bloque a la Ucronía para fundar allí una civilización distinta.
Nadie puede tachar de utópica una salida en la que no haya empeñado todas sus fuerzas.
¡Por el triunfo de la vida y la ampliación de la esperanza!
¡Por la instauración de un mundo nuevo!
¡Por la posibilidad total de lo imposible!
¡Por la destrucción de la realidad!
¡PROHIBIDO MORIR!

Texto tomado de mi libro Instrucciones para destruir la realidad.

jueves, 9 de julio de 2009

La Docta Ignorancia



La indocta ignorancia


Decía San Agustín que él sabía que era el Ser si no se lo preguntaban y que, en cambio, cuando se lo preguntaba él mismo u otra persona la cabeza se le volvía un escenario de incertidumbres y de dudas. La verdad es que a todos nos ocurre lo que al filósofo y no sólo con respecto del Ser, sino con asuntos de menor monta, pues, en general, la comprensión que tenemos del mundo es tan vaga que nadie puede presumir no digamos que sepa todo a ciencia cierta, sino siquiera que sepa algo a profundidad. Cualquiera puede distinguir a una persona viva de una persona muerta; pero ¿quién, en sentido estricto, sabe qué es la vida y qué es la muerte?
Nuestra ignorancia, sin embargo, no es sólo ante problemas extremos como la vida y la muerte, sino respecto de la mayor parte de lo que manipulamos a diario: yo sé encender mi computadora y usarla hasta en un 2 por ciento de su capacidad, pero no tengo más que una vaguísima idea de su funcionamiento interno; tampoco sé, bien a bien, cómo funciona mi automóvil, ni mi teléfono celular y eso que me paso el día utilizándolos. Veo por la ventana; pero no sé por qué es transparente el vidrio; acaricio a mi perro, pero no sé porqué mueve la cola y, ni siquiera, si esa reacción debo con propiedad llamarla una muestra de felicidad.
Tampoco sé qué pasa en la política: tengo mis sospechas, pero de ahí a tener la garantía de que se trata de una pandilla de canallas hay una distancia. Y lo mismo me pasa cuando en mis clases en la Universidad estoy ya cierto de que mis alumnos han entendido y dejo de insistir con mi afán didáctico: el día del examen se me impone la evidencia de que cada quien entendió lo que se le dio la gana y, entonces sospecho hasta de mí: ¿será cierto que pude comunicarme con ellos?, ¿será que fueron mis alumnos los que entendieron lo que quisieron o que yo fui incapaz de transmitírselos?
El no saber a fondo nada es, por paradójico que pueda parecer, la única verdad con la que cuento, pues incluso en asuntos tan ajenos al saber en sentido estricto como los asuntos sentimentales: ¿cómo saber, en verdad, si mi mascota me quiere?, ¿poseo, acaso, un cuestionario exhaustivo de preguntas que aplico a la conducta de mi perro para verificar sin lugar a dudas su cariño?
Y sin embargo he podido vivir; quiero decir: me ha bastado con lo poco que creo entender para haber llegado hasta el día de hoy relativamente ileso, sin que mis actos, guiados por la escasa luz cognoscitiva que poseo, me hayan hecho pagar cara la inexactitud de mis conocimientos. ¿Será que para la vida solo se precisa de verdades vagas, de verdades a medias? Supongo que sí, pues mis ancestros, los que vivían en las cavernas sabían menos que yo y sobrevivieron: mi existencia es su prueba. Si a la vida, por tanto, sólo le hace falta una verdad al buen tuntún ha de ser porque en la sospecha de verdad hay algo de verdad, o sea, mi perro si me quiere y los políticos son unos canallas.
Verdades de éstas tengo muchas, tantas como toda la gente; pero no me conformo, pues una cosa es que crea en todo lo que considero verdadero y otra que realmente sea verdadero lo que creo. Me gustaría, al menos, tener una verdad completa aunque fuera en extremo sencilla; veamos si puedo alcanzarla: yo, como todos, acepto la verdad de que la rueda rueda; pero ¿por qué rueda? El triángulo no rueda, el cuadrado tampoco; el pentágono puede llegar a hacerlo y el hexágono lo logra con relativa facilidad. Imaginemos estas figuras y pongamos una condición: que todas tengan la misma altura: si cumplimos con ello notaremos que mientras más caras tiene la figura su superficie de contacto con el plano es menor y más fácil le resulta rodar: el octaedro rueda casi perfectamente. La circunferencia rueda porque al sólo tener un punto como superficie de contacto con el plano esto la vuelve absolutamente inestable: la rueda rueda porque casi no toca el plano sobre el que rueda. ¿Será esto, siquiera una parte de lo que realmente se puede saber de la rueda?

martes, 7 de julio de 2009

Cuento: Pintar el Paraíso

Desde hace 5 años, todos los domingos vengo al Jardín del Arte a exponer mis cuadros, digo a exponer y no a vender, porque, primero, no siempre vendo y segundo –que es lo más importante– porque mi relación con la pintura no es la de Andy Warhol ni la de Botero. Yo pinto porque en el desfile estrambótico de todo lo que miro, a veces, creo entrever una hoja que sonríe, una pluma de ángel, una crin de unicornio o la manzana primigenia aún sin morder. Quiero pintar el Paraíso del que fuimos expulsados y del que, pese a todo, aquí y allá sigue sobreviviendo algún fragmento, pues estoy convencido de que ni Dios con toda su furia consiguió aniquilarlo. El Paraíso sigue aquí en retazos, a la vista y a la mano; está en la transparencia del agua y en la forma en la que se difuminan las nubes (no en las nubes, sino en su disolución), está en el olor del pan y en el ensamblaje flexible que experimentan los cuerpos en el coito, está en la sensación terrosa de la nieve en la boca y en el peso caliente de la gallina que se sienta a empollar; está en tantas cosas y se asoma tan inesperadamente en tantos lugares que mi obra parece no tener unidad.
El Paraíso estuvo incluso aquí en el Jardín del Arte, en el espacio sombreado por las ramas de este árbol y ocupando lo que medía el ancho de cuatro caballetes. Sí, era una pintora, una compañera que llegó con su obra el día menos pensado. Y yo que vivo acechando las apariciones del Paraíso no supe verlo al principio. Estaba ocupado, como ahora, explicando a un cliente mi trabajo, intentaba hacerle ver que lo valioso del pan de esta pintura no es el efecto hiperrealista que provoca el aerógrafo, sino esa fragancia de paz con la que dice: “Todo está bien, no importa, sigue”; estaba embobado con mi propio rollo y no presté atención a esa sonrisa que no dependía de la breve lúnula de sus labios, sino de una luz que le venía de adentro, como viene de adentro la luz de un tajo de sandía. Llegó y montó sus obras, me hizo una seña de saludo y yo le respondí con una mueca fría.
Pero el Paraíso se venga cuando uno no se maravilla en seguida; se oculta y, durante mucho tiempo, trabaja en silencio su próxima aparición. Y eso fue lo que ocurrió con el de ella: la rutina dominical con su camaradería de bohemios la disfrazo de compañera, de una pintora más entre todos los compas. Aunque, nuestros cuadros, encarados como estaban, iniciaron un diálogo profundo; empezaron a intercambiar reflejos y, poco a poco, como si corrieran por carreteras asintóticas, se hacían más parecidos. Ninguno de los dos lo notó, porque nuestras pinturas venían desde muy lejos: mi pincelada era sin textura y exacta (como conviene al aerógrafo), la suya era larga y temblorosa; no había punto en común entre mi pincel de aire y la violencia de su espátula, y donde más se abismaba la diferencia era en las paletas: la mía empeñada en los blancos; la suya en una estridencia de azules y naranjas y, no obstante, nuestras obras se iban hermanando y a mí, al menos, se me iban volviendo menos pesados los domingos.
Y es que el Paraíso es traidor: se agazapa y brinca; lo va inundando todo silenciosamente hasta que un día, de golpe, se manifiesta con una evidencia insoslayable y es como el rayo que al irrumpir ciega y aturde. Esta revelación ocurrió el día en que los dos llegamos con una obra idéntica. El motivo era el agua, una esfera de agua contra un fondo blanco; todo lo que la rodeaba era blanco y los brillos parecían imposibles. Instalamos las pinturas sobre los caballetes y, al voltear a saludarnos, yo caí en la cuenta de que el Paraíso estaba en ella. Ella, como siempre, me dedicó una sonrisa de compañerismo, pero al percatarse de la absoluta coincidencia de las obras avanzó disgustada hacia mí. Yo quería hablar del milagro; ella de plagio. Yo estaba conmocionado por el asombro y balbuceaba, en ella la indignación crecía a cada palabra y se volvía más elocuente. Yo no entendía nada y ella creía entenderlo todo. Para mí era la primera vez que el Paraíso se mantenía, que no era un mero destello escurridizo y mientras más se dilataba esa presencia, más incoherente me volvía.
Visto por afuera, todo obraba en mi contra, pues al no contestar a las acusaciones sólo quedaba el fallo de un juicio sumario que quedó sintetizado en una frase: Eres despreciable, me dijo y, todavía, en ese momento, no conseguí comprender lo que externamente estaba pasando. Recogió sus cuadros, sus caballetes y se marchó. Me quedé extasiado viéndola, contemplando cómo se iba, cómo el Paraíso se alejaba con ella, cómo se achicaba en la perspectiva, cómo se concentraba en un último punto luminoso que se tragó el fondo del paisaje. Sólo entonces reaccioné: quise alcanzarla, explicarle, decirle lo que significaba para mí. Pero no estaba. No estaba en el fondo del paisaje, ni a la derecha ni a la izquierda de la calle. Dejé de correr: ¿qué caso tenía?, ¿qué sentido podrían tener para ella mis elucubraciones sobre el Paraíso? Me detuve y dócilmente me dejé invadir por la melancolía.
Semanas después volví a encontrarla, se había mudado al otro extremo del Jardín; pero ya no era ella: había regresado a su paleta estridente y a su espátula salvaje. Me vio, giró la cara con el mismo desprecio y yo retrocedí. No valía la pena entrar en explicaciones, porque si algo sé es que el Paraíso no se recupera; se pinta.

domingo, 5 de julio de 2009

El Trabajo Enajenado


Hay un oficio, hoy ya perdido, cuyo recuerdo me permite resucitar mi pubertad, los días moderadamente absurdos cuando paseaba sin ton ni son por las calles de México. No iba de ningún lado a ningún lado, no me dirigía a un encuentro ni iba acompañado por alguien. Caminaba para dejar de leer, para estirar las piernas, para alejarme de mi casa, para matar el tiempo, para pensar y, sobre todo, porque esperaba algo, no un acontecimiento fuera de serie, sino “algo”: cualquier cosa capaz de entretenerme. Invariablemente llegaba al cruce de las avenidas Coyoacán y Popo Sur donde estaba la embotelladora de los refrescos Jarritos y ahí, como en vitrina, detrás de un ventanal, había tres personas con la espalda hacia la calle que contemplaban el paso de las botellas recién llenadas. Era un desfile infinito de cascos y los empleados tenían que vigilar que el líquido llegara a la altura convenida o que no se hubiera colado ninguna impureza. Detrás de los refrescos había una potente pantalla luminosa y los tres se pasaban el día encandiladas y, como Sísifo, encadenados a la banda sinfín.
A cada tanto, alguno alargaba el brazo y sacaba de la fila la botella infractora. Yo me quedaba ahí, viéndolos durante horas, hasta que terminaba reconciliado con mi vida: había algo peor que mis mañanas estancadas en mi salón de sexto de primaria, había algo peor que mis paseos sin rumbo. Frente a ese ventanal estaba lo que años después encontré definido como “trabajo enajenado” en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 de Carlos Marx. Pero ya entonces, aún sin disponer del concepto, la actividad de esos empleados me resultaba aberrante.
Vestían una bata blanca y formaban parte no sólo del departamento de Control de Calidad, sino del de Mercadotecnia, pues yo no era el único que los contemplaba, sino que mucha gente se detenía a mirarlos y, mientras que mí se me despertaban toda clase de pensamientos tristes a propósito de esa suerte vida, a los demás les agradaba, aplaudían las medidas de higiene de la embotelladora y, seguramente, compraban con gusto más Jarritos.
Hoy, a muchísimos años de mi pubertad, sigo tratando de imaginar lo que esas tres personas pensaban ante el desfile de los refrescos: ¿qué les pasaría por la cabeza, mientras por los ojos les pasaban botellas y botellas? Ya no me contento con la explicación que me daba entonces, ni con la que supuse luego de leer a Carlos Marx; hoy ni siquiera me convence la que ofrece Chaplin en su película Tiempos Modernos: ya no creo que hayan tenido la mente en blanco, ya no estoy tan seguro de mis viejos dogmas, ni siquiera estoy seguro de que haya sido una actividad tan aberrante.
Ese oficio y otros por el estilo desaparecieron del planeta con los avances de la informática: mis tres autómatas hace ya mucho fueron lanzados a la jubilación o a la calle: los sensores electrónicos un día los volvieron inútiles y los apartaron de la banda sinfín, como ellos habían apartado las botellas mal llenadas o sucias. Un día se encontraron libres de lo que yo suponía la peor suerte laboral posible. No era así, había algo peor para ellos: ya no hacer ni eso.
Mientras escribo estas palabras comprendo que mi trabajo y el de ellos se parece: estoy sentado durante horas ante una pantalla luminosa, miro pasar las palabras: dejo las que sirven, quito las que no; yo no uso bata blanca ni estoy en una vitrina; pero bien puede ser que, así como a mí me pasan por la cabeza historias e ideas, a ellos les haya pasado lo mismo mientras sus manos hacían otra cosa.

jueves, 2 de julio de 2009

Bibliografia




Sobre la importancia de la escritura

Hay algo muy importante en la escritura que los pueblos más antiguos tuvieron que haber comprendido antes de inventarla: la necesidad de dar a la memoria un respaldo que la hiciera más recia; pero también, la convicción de que aquello que querían preservar era tan valioso que no debía perderse. Antes de la escritura –y precisamente como requisito para sentir la necesidad de inventarla– los seres humanos tuvieron que haber entendido que el tiempo y la muerte terminaban con lo que ellos consideraban valioso. En el origen de la escritura están implicados un saber hondísimo y un afán altísimo: el saber es sabernos mortales y el afán es vencer a la muerte. Conciencia de la importancia, conciencia de muerte y afán de inmortalidad están reunidos en el origen del lenguaje. Idear unos símbolos parecidos a lo que se quería significar con ellos (ideogramas) o idear unas muescas con la punta de un palo sobre una tablilla de arcilla fresca (escritura cuneiforme), o un alfabeto o un abecedario o un sistema binario a base de ceros y unos es ya un asunto secundario. El paso genial, quizá el paso más genial de cuantos ha dado la humanidad, porque por él pasamos de la prehistoria a la historia, fue la invención de la escritura.
Y hoy, a milenios de ese origen, ¿por qué escribir? Los motivos siempre son y serán los mismos: quien escribe cree que posee algo valioso: una idea, un testimonio, su muy particular manera de ver las cosas o de soñarlas, y quiere salvarlo de la muerte; pero no sólo: quiere además ofrecerlo a los otros, porque la escritura es también un acto de generosidad. Gracias a ella es por lo que el ser humano de hoy –biológica y fisiológicamente idéntico al primer homo sapiens– resulta totalmente distinto del homo sapiens: sólo piénsese en las diferencias sociales, culturales, espirituales que nos distinguen de nuestros ancestros. Estas diferencias, el sostén de nuestro ser histórico, se deben a la generosidad que sigue brotando de la escritura. La escritura es la columna vertebral de lo humano. Lo que somos bueno y malo, lo que hemos alcanzado bueno y malo, sería inconcebible si nos hubiéramos quedado en una cultura solamente oral.

Pero la importancia de la escritura no es sólo ontológica: a ella debemos nuestro ser, también de ella dependen innumerables de ventajas de carácter individual y práctico. Quien escribe no sólo plasma sus palabras, las organiza y las aclara, sino que se plasma a sí mismo: uno se ve en lo que escribe, uno se descubre en el texto; al escribir no sólo organizan las palabras, uno organiza su cabeza: el aclarado es uno. Al objetivar el pensamiento, al escribirlo, se piensa más fácilmente, pues se dialoga con uno mismo, se reflexiona. Al escribir uno descubre que sabía más de lo que creía saber, pues la escritura nos hace introspectivos y al explorarnos resulta que tenemos más de lo que suponíamos, porque escribir no sólo nos permite fijar la atención o activar la memoria trayendo al papel nuestros recuerdos, sino que nos permite inventar, imaginar, descubrir aspectos que jamás habíamos considerado: escribir nos permite sabernos.

Escribir también es un arma. Un arma defensiva y ofensiva; un modo de poner los puntos sobre las íes, de establecer nuestras diferencias o nuestros acuerdos, de marcar a los otros sus límites, de pelear por nuestros derechos, de convencer, de disuadir. La palabra escrita es un instrumento de seducción, pues lo mismo es eficaz para la conquista amorosa que para la persuasión política. La escritura es poder.

En fin, por muchas razones es importante la escritura, pero para mí, escritor al fin y al cabo, es sobre todo porque escribiendo hago más posibles las mejores cosas de la vida y si no, con escribirlas basta, pues es como si las hubiese vivido.

Edades del filósofo


Hacer filosofía a los 20 años es para algunos desnudar al ser en su verdad, es cohabitar con la verdad bajo el resplandor de cada ocurrencia, es emocionarse con las polvaredas que levantan los torpes manotazos del pensar juvenil. Hacer filosofía a los 20 años es creer en la posibilidad de la verdad, es suponer que la primera verdad que se alcanza es ya la última y la definitiva. Los ánimos del joven llevan a la filosofía un ímpetu similar al del primer amor, y no es extraño ser apasionado y terco, dogmático y ciego a esa edad. Las páginas de Platón o de Marx, de Schopenhauer o de Nietzsche, de Bakunin o de cualquiera se levantan como quien le alza por primera vez la falda a una mujer. Toda lectura juvenil es erótica, porque el joven necesita entregarse; los pensamientos que descubre, los que descifra, los que grita son como las caricias incendiarias de una amante; diferentes del todo a las caricias maternales. La madre es la religión y sus caricias se han venido depositando en la conciencia hasta adormecerla: son esas pequeñas seguridades con las que nos arroparon la infancia. Los primeros pensamientos filosóficos, en cambio, son caricias sensuales que inquietan, que despiertan el deseo de posesión, un deseo carnal por el conocimiento, las ganas de revolcarse con la realidad hasta alcanzar su más profundo secreto, su misterio abierto para nosotros. A lo 20 años cualquiera se enamora incondicionalmente de una filosofía; cualquiera está dispuesto a morir por una verdad; cualquiera es amante de la sabiduría o, en una palabra, a los 20 años cualquiera es filósofo.
Pero pasa el tiempo y con ello se despejan los ánimos como se despeja el cielo cuando escampa; pasa el tiempo y vienen la convivencia, el deterioro y el hastío; los pensamientos dejan de emocionar, las páginas de los libros de filosofía se levantan sin estremecimiento; se descubre que aquellas ideas que provocaban orgasmos en el alma no son, en el fondo, ni tan originales ni tan luminosas: ésta es como aquella, aquella se opone a la otra y, por fin, un día, La Filosofía, La Verdad, se vuelve un secuencia de filosofías, un museo de verdades rotas; el primer amor se confunde con el segundo, con el tercero, con el cuarto: se pierde la cuenta de los amores, se pierde el amor, la amante se convierte en esposa, la admiración se hace costumbre, y la encendida e incendiaria vocación filosófica amanece transformada en medio de vida, en simple oficio para ganarse la vida.
El filósofo maduro filosofa como quien tiende durmientes, como quien construye una vía de ferrocarril: se vuelve profesor universitario y está obligado dar clases de lo que amaba: a convertir en papilla didáctica los más abstrusos pensamientos; a presentar un proyecto que justifique su salario, a elaborar una ruta crítica en la que diga: Ahora voy a pensar este tema, voy a comenzar por aquí, voy a continuar por allá y voy a llegar a esto en tantos meses… El filósofo maduro se vuelve un burócrata metódico que escucha con fatiga los pensamientos: sus propios pensamientos y los ajenos. Ya no tiene la necesidad de entregarse, ya no busca para entregarse, busca para dar clase y para cumplir con su proyecto de investigación semestral. La entrega a las ideas la considera una actitud pueril; ser incondicional de unas ideas significa sólo infantilismo filosófico. El filósofo maduro es suspicaz, es reticente, es escéptico; pero no escéptico porque dude, sino porque ya no ama lo suficiente: ya no daría la vida por una verdad. Sabe que hay demasiadas verdades en el mundo: una para cada día de la semana, una para cada día del mes; una verdad para cada estación del año. Sabe que la verdad es un repertorio de modas de temporada. Y, entonces, comienza la metamorfosis de fondo: el filósofo se transforma en profesor de filosofía, es decir, en erudito, es decir, en coleccionista. Si no hay verdad que valga la pena, tal vez el acopio de todas, ser un conocedor, sirva para justificar la vida. Ya no importa la verdad, sino lo que dijeron A, B, C, D, E, F, G…
Pero sigue pasando el tiempo, y pasa tanto que, por fin, el filósofo viejo descubre que todo el tiempo ha quedado a sus espaldas, que el tiempo yace acomodado en el librero, que el tiempo se convirtió en libros de filosofía, escritos o leídos; en ponencias de filosofía, en clases de filosofía, en pensamientos filosóficos y, al no quedarle ya más tiempo, el filósofo viejo se recarga en su obra como los padres se recargan en sus hijos, como los abuelos se recargan en su mecedora, como los árboles cansados se recargan en la tapia sobre la que apoyan sus ramas. Así se recarga el filósofo viejo en la filosofía y, entonces, ya no hay mucho que hacer: arrepentirse o entender, por fin, algo. Ser todavía como el insaciable doctor Fausto que al final del camino se dispone a vender su alma instruida al diablo para conseguir una segunda oportunidad, o ser como Juan Jacobo Casanova, el seductor veneciano, quien después de una vida, como casi todas, en la que no se logra consolidar nada, viejo, decrépito, impotente, con los recuerdos de la sífilis, pobre y acabado voltea desde el balcón de sus memorias y declara que de contar con otra vida haría lo mismo.
A los 20 años cualquiera es filósofo, a los 80 sólo algunos consiguen entender que la filosofía, o cualquier cosa a la que uno haya entregado la existencia, es el sentido. No es que tenga sentido, sino que fue el sentido: lo que nos mantuvo un cauce en medio del absurdo.